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MC4R, el gen alterado que nos hace comer grasa

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La gula no es sólo un pecado capital. Existe cierto consenso en la comunidad científica sobre que nuestra predisposición a comer de más no se deriva exclusivamente del mero capricho, sino que la podemos llevar «de serie», escrita en nuestros genes. Ahora bien: ¿qué genes?, ¿cuántos?, ¿a quiénes afecta? La genética de la obesidad sigue buscando respuestas. Mientras, trabajos como el publicado ayer por la Universidad de Oxford continúan aportando pistas: la clave podría estar en una variante genética, presente en una de cada cien personas con obesidad.

Se trata de una alteración en una vía del cerebro, concretamente en la zona del hipotálamo, del receptor de melanocortina 4, conocido como MC4R, una hormona peptídica. Los experimentos en ratones habían demostrado que la interrupción de este receptor provocaba que ingirieran mucha más grasa, pero, curiosamente, menos alimentos ricos en azúcares. En su investigación, publicada en «Nature Communications», los científicos del Instituto de Ciencias Metabólicas de la Universidad de Oxford han «experimentado» directamente con seres humanos. Y lo hicieron de forma poco ortodoxa: con un bufet libre.

Así, reunieron a un grupo en el que había tres tipos de personas: obesos, delgados y obesos que lo eran debido a este defecto en el gen MC4R. Les ofrecieron «chicken korma», un plato de pollo típico de la gastronomía india caracterizado por estar fuertemente especiado. Sin que los participantes lo supieran –los platos estaban preparados para que su apariencia y gusto no difirieran–, les dieron a probar tres opciones calóricas diferentes: pollo con un contenido en grasa del 20%, otro con un 40% y otro con el 60%. ¿El resultado? Aquellos que tenían el gen MC4R alterado comieron casi el doble de pollo con alto contenido en grasa que los delgados –estos ingirieron un 95% menos– y más también que los obesos sin la variante genética –un 65% menos en su caso–.

Pero aún quedaba el postre. Los científicos quisieron comprobar también si, como ocurre con los ratones, la variación del MC4R provoca, en contrapartida, un rechazo al azúcar. Para ello, sirvieron un postre típico inglés, conocido como «Eton mess», compuesto por nata montada, merengue y fresas. De nuevo, sirvieron tres opciones diferentes, pero imperceptibles a primera vista: una con un contenido de azúcar del 8%; otra con el 26% y otra con el 54%. Se cumplió lo previsto: los obesos con el gen alterado comieron menos postre con alto contenido en azúcar que sus compañeros de «experimento».

«Nuestro trabajo demuestra que, incluso controlando el aspecto y el sabor de la comida, nuestro cerebro puede detectar el contenido de los nutrientes», explica el profesor Sadaf Farooqi. «En este estudio, tras dar a probar los nutrientes de forma independiente y poner a prueba a un grupo relativamente pequeño de personas con el gen MC4R defectuoso, hemos demostrado que hay vías cerebrales que pueden modular nuestras preferencias en la comida», añadió. Dicho de otra forma: el hambre, al menos en este caso, está sólo en nuestra cabeza.

«Una variante genética puede explicar la obesidad de una persona», explica a LA RAZÓN Dolores Corella, catedrática de Medicina Preventiva en la Facultad de Medicina de la Universidad de Valencia y jefe de grupo del Ciberobn, centro que investiga la obesidad y la nutrición. «Tenemos unos ocho millones de variantes genéticas, y algunas, que destacan en el genoma, son las que predisponen a comer más», añade.

En todo caso, la genética de la obesidad es un campo muy novedoso, con apenas una década de vida. «Hoy se ha avanzado con la biotecnología. Los chips pueden leer el genoma completo de una persona, desde el primer cromosoma hasta el último. Pero aún se está validando. Así, podemos saber que tenemos una mutación en determinado gen, pero no cómo nos afecta», afirma la experta.

En todo caso, y tras casi 20 años estudiando esta área, Corella y su equipo sí que tienen algunos indicios sobre la relación entre genes y obesidad. Efectivamente, se está demostrando que la interrupción del MC4R puede provocar mayor apetito y que una persona, comiendo lo mismo, puede pesar «entre uno y dos kilos» más que otra con el gen intacto. Con todo, otras variantes se han demostrado más determinantes. «El gen más asociado a la obesidad es el FTO (Fat Mass Obesity). Haciendo la misma ingesta de alimentos y la misma cantidad de ejercicio físico que alguien sin esta mutación, el portador puede llegar a pesar tres kilos más», afirma Corella. Esto en lo que respecta a la obesidad«normal». En lo que concierne a la obesidad mórbida, se ha comprobado que el mal funcionamiento del gen que activa la hormona de la leptina, que controla la saciedad, puede provocar aumentos de peso desproporcionados. «En los primeros estudios sobre obesidad, los investigadores estudiaron el caso de dos primos pakistaníes que, con sólo cuatro años, pesaban 80 kilos. Siempre estaban comiendo. Descubrieron que ese gen estaba defectuoso y, al inyectarles leptina, mejoraron», explica Corella. Con todo, no es tan fácil que la obesidad derivada de una alteración genética se pueda «curar» así. «A una persona no le puedes modificar un gen. No es ético y es peligroso».

Jesús Román, presidente de la Fundación Alimentación Saludable, afirma que «las dietas basadas en la genética de la persona ni existen ni son fiables. Nos falta mucho para conocer la correspondencia entre los genes, la selección de alimentos y la ganancia de peso». En opinión de Román, «al final, todo el mundo tiene que ser coherente y razonable. Por eso recomendamos lo que creemos que es más eficaz: la dieta mediterránea. Comer de todo y variado en cantidades adecuadas».


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